jueves, 17 de noviembre de 2011

La cuestión de la burguesía dentro del kirchnerismo (2)

La burguesía local puede estar ligada al mercado interno porque produce para él, al contrario de las corporaciones que lo hacen para sus mercados globales, por caso, las automotrices. Pero no toda la burguesía: muchos de los beneficiarios de la renta agraria, por ejemplo.
Cuando los países son maquilas donde por cuestiones culturales o por coacción el salario del trabajador se acerca al nivel de subsistencia, produciendo exclusivamente para el mercado externo, ni siquiera hace falta burguesía aunque se genere un sector enriquecido que vegeta en el gobierno o en las fuerzas de represión.
La categoría “burguesía nacional” proviene, como tal, de los textos marxistas. Habida cuenta de las múltiples interpretaciones que han tenido estos textos, sería inútil perderse en las distintas definiciones. Baste recordar que la revolución de 1917 en Rusia triunfó en un país en el que, contra toda las previsiones de Marx, no había burguesía nacional (el país no había hecho su revolución burguesa) y sólo un reducido proletariado industrial, y que Lenin se apoyó en el campesinado destinado por Marx a ser una clase en desaparición por su carácter reaccionario no-progresista.
Contrario sensu, el comunismo no triunfó en ninguno de los países que Marx daba como hechos indubitables, marcados a fuego por el destino del determinismo histórico. La Tercera Internacional se comunicaba en alemán, pero en ese pais hubo una revolución (Rosa Luxemburgo) que duró lo que un suspiro cuando se creía que la revolución (que dio nacimiento a un Hitler y a un Mussolini) era universal. Las categorías marxistas, como otras provenientes del Centro del Mundo, deben ser tomadas con precaución.
Quizás, sin convicciones, daremos por existente una burguesía sin aditamentos, denominada así como parte del Tercer Estado de la revolución francesa (si aceptamos el concepto de “izquierda” o “derecha” ¿por qué no el de “burguesía”?) que, como al proletariado industrial, hoy difícilmente podemos categorizar como “clase”.
Hay sectores enriquecidos, pero que difícilmente podríamos clasificar como shumpeterianos, innovadores e inversores. Aún si existiera esa burguesía “nacional”, ¿dónde está el pensamiento “nacional” que produce, y que Abelardo Ramos subestimó porque ni siquiera un diario tuvo (durante el peronismo original) cuando ttransitaba su oportunidad histórica?
Sin embargo, su existencia parece conformar el sentido común dominante. Leemos en wikipedia:
“En los países coloniales y en los países dependientes la burguesía nacional es la clase dominante y la propietaria de los medios más importantes de producción.
De lo cual debería concluirse que, o bien la Argentina no es ni colonial ni dependiente, o bien estábamos todos equivocados y los sectores neoliberales colonizados que tan bien expresaron Martínez de Hoz y Menem son en realidad la tan ansiada burguesía “nacional”.
Los medios más importantes de producción de la wiki no dice mucho: en el duopolio de laminados de acero, una empresa es de origen italiano y con sede en Luxemburgo, y la otra pertenece a un conglomerado mundial de origen hindú. La principal acería nacional (lo que queda de Somisa) pertenece a la primera de las nombradas. El capital brasileño es dominante en muchos sectores. Sostiene Hugo Pressman, con un sesgo que no comparto: “Sien 1995 de las 500 mayores empresas el 50,4% eran extranjeras y 49,60%nacionales, en el 2009 las foráneas llegaban al 65%”.
Entre muchos ejemplos: en los ’90, los servicios públicos fueron “vendidos” a grupos empresarios locales, a precios de remate. Sordas y ciegas a la evidencia de que esos servicios, en manos de empresas extranjeras, significaría un traspaso monumental de renta hacia el exterior, los grupos económicos locales (burguesía) los revendieron a multinacionales haciendo una gran diferencia. Pero no invirtieron ese beneficio en bienes de capital: lo evadieron al exterior, colocándolo en bancos que lo represtaban a la Argentina en préstamos financieros para sostener el valor ficticio de la convertibilidad. O compraron caballos de carrera, pinturas, inmuebles en Manhattan y Mónaco, etc.
A esto llamamos una burguesía rentística y parasitaria, antagónica con la idea de burguesía nacional. No sabría si catalogarlo en términos de la decadencia que anuncia Spengler pero su contracara, el otro aspecto de la producción que es el trabajo, sufrió el mismo proceso. Y aún así, aunque los sindicatos fuertes pasaron de la producción industrial a la de servicios; aunque el trabajo en negro redujo el número de aportantes, no es concebible un movimiento político que saque a la Argentina del marasmo a la que fue llevada sin el movimiento obrero realmente existente.   

Me parece interesante releer una nota firmada por AlfredoZaiat, que apareció en Página 12 del 23 de setiembre de 2006, con Néstor vivo, porque Zait representa a un sector desarrollista del pensamiento económico:

Entre varios de los debates estériles que navegan por las aguas superficiales argentinas, la embarcación de “anticapitalista” de Néstor Kirchner es uno de los más disparatados. Esa idea está instalada en el autista mundo de los negocios, percepción que es alimentada por el ejército de economistas de la city en sus habituales rondas semanales con los hombres de empresas. El latiguillo de que se trata de un gobierno que no es “pro-mercado” es, en última instancia, funcional a la gestión de la actual administración. Los rasgos de conservadurismo que muestra en el frente macroeconómico le permite ciertas “heterodoxias” que lo exhibe como un aguerrido disciplinador del “mercado”. Los dos Kirchner (Néstor y Cristina) se sienten muy cómodos en ese juego, como se reveló en el viaje a Estados Unidos de esta semana. Ambos dominan ese escenario pese a los reclamos de que los reconozcan como “capitalistas” que, casualmente, también manifestó en estos días Lula da Silva en su campaña por la reelección, al señalar que con su gobierno los empresarios ganaron dinero como nunca antes. Los Kirchner expusieron esa fe en la foto que los retrató tocando la campana de largada para las operaciones en la Bolsa de Nueva York, en Wall Street, la meca del capitalismo moderno, con sus particulares características de globalización financiera. Como lo señaló Noam Chomsky (World Orders, Old and New, 1994), “el modo de producción capitalista adquirió genuinamente, por primera vez luego de un par de siglos, rasgos históricos-universales”. El sociólogo Atilio Boron rescata ese concepto y en una ponencia en el Foro Social Mundial sostuvo que “la consolidación del capitalismo como sistema mundial es producto de una correlación de fuerzas que pudo consagrar la supremacía del capital sobre el resto de la sociedad”. Por ese motivo la discusión sobre el carácter no-capitalista del Gobierno resulta un dislate. No se puede ser algo que hoy no existe. Adquiere relevancia, en cambio, si ese cuestionamiento oculta, en realidad, la disputa por la hegemonía política del actual proceso económico.
Así planteada la cuestión es mucho más importante la presencia junto al Presidente, en el mítico recinto bursátil, de los empresarios Jorge Brito (Banco Macro) y Paolo Rocca (Grupo Techint) que el simbólico toque de la campanita. Casi una docena de empresas argentinas cotizan en Wall Street, entre ellas las que lideran esos dos hombres de negocios. Pero sólo ellos fueron los elegidos como representantes de esa elite. A partir de la puja por la hegemonía política del presente ciclo, o sea quién es el líder, quiénes integran su equipo de colaboradores y cuáles son sus alianzas estratégicas, se puede empezar a comprender varios de los debates que, en la superficie de las batallas mediáticas, se presentan absurdos. En forma esquemática, y mencionando nombres simplemente como dato ilustrativo sin ninguna carga de valor, no es lo mismo que el ex piquetero y líder del Movimiento Libres del Sur Jorge Ceballos sea funcionario del Ministerio de Desarrollo Social a que en ese mismo lugar se encuentre Carola Pessino del ultraliberal CEMA. O que en el acompañamiento a Kirchner en Wall Street sea el “nacional” Brito el banquero y no uno “extranjero” del Citibank o que el industrial Rocca asuma el lugar destacado para el empresario y no uno de una privatizada o un dueño de una compañía de shoppings. O que el Ministerio de Economía no haya sido copado por ninguna de las fundaciones, consultoras o centros de estudios financiados por grandes empresas. Pueden parecer matices esas diferencias pero en la pelea por el poder y, por lo tanto, en la orientación del proceso de crecimiento en el sistema capitalista de la economía argentina, no son irrelevantes.
El carácter o no de capitalista, la política contraria al mercado, las alertas sobre la expansión del gasto público en un esquema de superávit fiscal record histórico, los cuestionamientos a la expansión monetaria por la compra de reservas en el marco de una política prudente del Banco Central o las advertencias sobre la “calidad” de la inversión (más en construcción que en bienes de capital) y la consiguiente debilidad del crecimiento son observaciones que apuntan a otro blanco del que están señalando. El debate sobre esas críticas es un tema superficial. En cambio, en su profundidad se presenta una cuestión muy interesante, que se refiere a cómo y quiénes aspiran a conducir un determinado proceso de desarrollo. En esa instancia, entre otros aspectos, aparece la controversia sobre el objetivo de reinventar la burguesía nacional.
Una valiosa aproximación para empezar a pensar ese desafío es un reciente documento del investigador y profesor de la UBA, Andrés López, “Empresas, instituciones y desarrollo económico: un análisis general con reflexiones para el caso argentino” (publicado en el Boletín Informativo Techint 320, mayo-agosto 2006). En ese trabajo, López señala que, en forma esquemática, existen dos corrientes de pensamiento acerca del papel de los empresarios. La primera plantea que no existe una burguesía schumpeteriana debido a su carácter rentístico, lo que le impidió liderar un proceso de acumulación basado en la innovación y la inversión en capital físico y humano. La otra sostiene que la existencia de una clase empresarial lobbysta no sería por las marcas intrínsecas de la burguesía local, sino consecuencia de políticas económicas erróneas resultado del régimen mercado-internista surgido tras la crisis del ’30. “Tanto en uno como en otro, las soluciones postuladas han sido, generalmente, drásticas”, indica López, para agregar que los primeros postulan que sería necesario que surja finalmente la mítica burguesía nacional o, en su defecto, un proyecto socialista. En cambio, para los segundos, “el remedio estaría en la adopción de un régimen de política económica abierto... –el primer experimento en ese sentido fue el de Martínez de Hoz, con resultados no muy exitosos–”, explica López. Sin embargo, pese a las marcadas diferencias hay algo que los unifica a ambos enfoques, según el investigador: “La profunda desconfianza hacia toda forma de interacción entre el Estado y la clase empresaria, ya que cuando esa interacción existe usualmente es para generar beneficios hacia un sector limitado de la sociedad (gobernantes y empresarios poderosos) a costa del resto”.
En ese complejo panorama, la evidencia empírica a nivel internacional muestra que el origen y desarrollo de las burguesías nacionales están íntimamente ligadas al Estado, al proteccionismo, al favoritismo sectorial y a la corrupción. López recuerda en un pie de página que “en general, todo proceso de industrialización tardía y ya desde el siglo XIX –Francia o Prusia, por ejemplo–, implicó una fuerte transferencia de recursos (públicos) hacia la naciente burguesía”. Estados Unidos fue una de las naciones más proteccionistas del mundo durante décadas. Alemania, en la segunda mitad del siglo XIX, transformó su sector artesanal y los junkers (terratenientes feudales) en una burguesía industrial a partir de una intervención estatal dominante. Los conglomerados japoneses (keiretsu), los coreanos (chaebols) y los flamantes grupos rusos, que mezclan mafia y negocios, se desarrollaron con un indisimulable estímulo estatal. “La evidencia muestra que la corrupción ha estado presente, en mayor o menor medida, en casi todas las experiencias de industrialización y desarrollo económico modernas. Asimismo, la gran empresa no se abstuvo de explotar sus vinculaciones con el poder político para obtener beneficios particulares”, remarca López.
La cuestión, entonces, es ¿qué hacer para recrear una burguesía nacional? El investigador, admitiendo las limitaciones que enfrenta la situación argentina, comenta que “es preciso entender que en los países que han alcanzado altos niveles de desarrollo, las conductas anti-sociales de las empresas han estado contenidas por una estructura institucional que ha evitado que las estrategias anticompetitivas predominaran en el largo plazo sobre las estrategias basadas en la competencia shumpeteriana”. O, al menos, indica que “ha hecho que los intercambios de favores derramaran sobre la sociedad beneficios en términos de crecimiento económico, empleo, inversiones en infraestructura”.
Para López, los empresarios argentinos no se diferencian genéticamente o culturalmente de sus colegas de otros países. “Lo que ha fallado –arriesga una conclusión– es el marco institucional que contuviera sus conductas”. Es decir, la necesidad de contar con un Estado que fijara reglas claras, coherente y con capacidad de disciplinar, al menos de negociar en relativa igualdad de condiciones con el sector privado. ¿Existe en la actualidad, entonces, la posibilidad de desarrollar una burguesía nacional dinámica reduciendo el espacio para las conductas rentistas, en una economía local muy trasnacionalizada? Por lo menos, ahora, la respuesta está abierta.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

La cuestión de la burguesía dentro del kirchnerismo (1)

La historia de occidente nos enseña que las burguesías nacionales europeas gestaron, o constituyeron, los Estados-nación tras derrocar al antiguo régimen, el de la nobleza o realeza, lo que abrió el camino a la Modernidad. De lo cual podría inferirse erróneamente que esta receta (el reemplazo de la nobleza por la burguesía para constituir el Estado-nación) funcionaría como imperativo universal.
Determinados países (la Argentina entre ellos) afrontaron una cuestión que no formó parte de la creación de los estados europeos: la emancipación.
Sin embargo, el tema de las nacionalidades apareció en Europa recién al acabar la primera guerra mundial y tuvo que ver con una reconfiguración administrativa ideada por los vencedores para restar poder a los imperios derrotados (Austria-Hungría, Imperio Otomano, Rusia). Las burguesías nacionales europeas entretanto, habían construido su mito de la nacionalidad, o comunidad histórica, lingüística, cultural, territorial, heredando los paradigmas de la nobleza derrocada, y que asumen como propia.
Los independentismos de esos países, en América Latina, se producen simultáneamente con la consolidación de los Estados europeos cuando esos lideraban la etapa del colonialismo, más allá de que no fueran equivalentes los procesos internos de España o de Gran Bretaña.  En la etapa de la emancipación (siglo XIX), esta última era el patrón-modelo de colonialismo combinado con la Revolución Industrial.
España y Portugal permanecieron al margen de este progreso, y así se mantuvieron siempre, como fenómenos periféricos de Europa. Incluso hoy, aunque hayan sido incorporados a la Unión Europea.
Un análisis pormenorizado de la expoliación practicada por los reinos de España y Portugal sobre América Latina demuestra que Gran Bretaña fue la beneficiaria final del saqueo practicado sobre estos países: antes del inicio de las guerras emancipatorias, por la relación financiera entre las distintas casas reinantes en Europa; y durante y luego, por la primacía (en los procesos independentistas) de los sectores sociales asociados con la actividad importadora-exportadora que veían con buenos ojos la división internacional del trabajo: exportación de materias primas, importación de bienes industriales de origen europeo.
Fueron estos sectores los que condujeron el movimiento independentista en América Latina y terminaron conformando los diversos países. De esta regla general sólo escapa hasta cierto punto Brasil. Esto implica que países formalmente independientes como Argentina, de hecho eran semicolonias.
La abolición del Antiguo Régimen de la realeza había significado centralmente el fin de los privilegios de clase y la igualdad al menos teórica que ahora aseguraba el Estado-nación. Ese paradigma fue adoptado por los sectores que condujeron los procesos independentistas americanos, pero en la práctica mantuvieron para sí mismos los privilegios propios de la nobleza derrocada y no incluyeron en la conformación de los estados a los sectores sociales que quedaban fuera o tenían contradicciones con la división internacional del trabajo aceptada y adoptada por los sectores dominantes. Estos sectores, entonces, adoptaron como propios los intereses de las burguesías nacionales europeas, convirtiéndose en sectores dominantes colonizados.
Este panorama, al menos en Argentina, se ha mantenido más o menos invariable durante el siglo XX. Esto no significa que fuera una situación cristalizada, por cuanto el yrigoyenismo primero y el peronismo después (este último mucho más profundo que el primero) intentaron romper esta construcción de privilegios.
Ambos fueron interrumpidos violentamente por los intereses coloniales. El éxito actual del kirchnerismo sugiere la respuesta a si fueron experimentos fallidos o si, por el contrario, terminaron triunfando.
El peronismo es el hecho maldito del país burgués por cuanto su rasgo central es haber incluido a las mayorías anteriormente excluidas. Excluidas en la práctica de los derechos (esos derechos igualitarios que aseguraba el paradigma de Estado-nación) o en otras palabras, de la propia Argentina como nación posible.
Pero a la vez, el peronismo, como intento de movimiento nacional y no como partido político, es y ha sido por naturaleza contradictorio. Esta condición no debería ser tomada como limitación insuperable: me sugiere la relación con cierto mito sobre las burguesías nacionales europeas.
Estas burguesías nacionales imprimieron a los Estados-nación sus propios intereses y sobre todo, sus propias cosmovisiones o ideologías. Pero como se consolidaron nacionalmente practicando un modo de producción, el capitalismo, lo hicieron confrontando, muchas veces brutalmente, con el otro factor de la producción: el trabajo y los trabajadores. Los films “La Tierra prometida” (Wajda, 1979) y “Los compañeros” (Mario Monicelli, 1963) retratan la ferocidad con la que las burguesías nacionales europeas se apropiaban de la plusvalía resultante del trabajo.
Esto no significa que, en términos de la solidaridad internacional que caracterizó a los movimientos obreros por la influencia de los diversos socialismos, hoy pueda hablarse de una identificación fraterna de los trabajadores de las naciones centrales con los de los países periféricos, por cuanto los primeros terminaron apropiándose –negociando con los capitalistas de sus propias naciones- de parte de los flujos desiguales (beneficios) provenientes de la periferia, hecho que incorpora la cuestión de la dependencia, a la que podríamos definir provisoriamente como una relación entre países en la que los flujos intranacionales de bienes materiales, financieros y simbólicos son estructural y naturalizadamente desiguales.
Naturalización que deviene de que a los sectores dominantes nunca se les ocurrió la necesidad del desarrollo autónomo o independiente. Y a la vez, las naciones centrales tampoco concebían que los países abastecedores de materias primas se industrializaran o encararan un proceso de desarrollo autónomo, el cambio quedaba fuera de cualquier discusión.
Al efecto, es interesante analizar la actuación de Mariano Fragueiro, ministro de economía de la Confederación Argentina; y la de Carlos Pellegrini, sucesor de Juárez Celman tras la revolución del 90.

Unas semanas atrás, critiqué aquí y aquí la publicación de unos compañeros kirchneristas que erróneamente atribuían al peronismo original dos condiciones: que en esa etapa, el peronismo hubiera desarrollado la industria pesada. Y que la burguesía nacional argentina se hubiera puesto al frente de ese desarrollo.
De haber sido así, realmente, otra muy distinta habría sido la historia argentina posterior a 1955.
Sin necesidad de recurrir a ninguna bibliografía erudita, anoto solamente que Norberto Galasso y Jorge Abelardo Ramos señalan que una incipiente burguesía nacional se insinuó durante el peronismo original. Agrego: sector que fue abandonando al peronismo aproximadamente en la misma época en que moría Evita cuando el gobierno inició su campaña “contra el agio y la especulación” (contra esa misma burguesía).  
La idea errónea proviene, creo y no es importante, de la lectura de documentos setentistas en los que se intentaba explicar al peronismo como “frente de clases” o “policlasismo”, cuando en realidad el problema de las clases está subsumido en la cuestión nacional.
Familias de la burguesía como los Di Tella o los Acevedo invirtieron en la industria semipesada (proveedora de insumo para la industria liviana) y gozaron de protección o subsidios estatales, pero no acompañaron al peronismo en la difícil tarea de construir la industria pesada, que requiere planificación, tiempo y grandes inversiones a tal punto que Somisa recién comenzó a colar arrabio en 1956 o 1957 y el golpe de setiembre de 1955 interrumpió esta carrera por un desarrollo autónomo encarado centralmente por el Estado justicialista.
Los Di Tella aprovecharon la conversión del grupo DINIE en empresas mixtas , y los Acevedo apoyaron abiertamente a la Revolución Libertadora otorgando luego la presidencia de Acindar a José Alfredo Martínez de Hoz. Recién en 1973, Perón otorgó todo el poder económico al grupo Gelbard (asociado con el PC) donde se podría haber insinuado una reactivación del tema de las burguesías nacionales, y eso fue una de las causas principales del nuevo golpe de estado en 1976.
DINIE fue un grupo de empresas de industrias de los rubros eléctrico, petroquímico, químico, minero y metalmecánico confiscadas a Alemania al final de la Segunda Guerra Mundial. La I y la E finales de la sigla se refirieron primero a “Incautadas al Enemigo” y luego se convirtieron en “Industrias del Estado”: ninguna de ellas calificaba como “pesada”.
Jorge Abelardo Ramos afirmó que la burguesía local era tan pero tan débil que ni siquiera contaba con un diario propio, y no contó con ninguno hasta 1955.
Los existentes eran vehículos habituales de los poderes tradicionales. “Clarín” es cooptado por el frondi-frigerismo en 1957/58. Recordemos que el desarrollismo, partiendo de un análisis neomarxista de la situación argentina (Frigerio provenía del PC), formulaba el desarrollo de la industria pesada con capitales extranjeros debido a la insuficiente tasa de ahorro local.
Las teorías de la dependencia que aparecieron en los años ’50 (aquí, una buena descripción) dan cuenta de la carencia de burguesías nacionales que asumieran el desarrollo industrial autónomo de nuestros países de América Latina y –con matices- la necesidad de que esa ausencia fuera asumida por la acción estatal.
Lo notable de las teorías de la dependencia es que, provenientes de ámbitos académicos, ganaron las discusiones de la opinión pública en los años ’60 y se popularizaron en amplios sectores medios. Esa fue, en mi opinión, una de las causas principales de la “nacionalización” de los sectores medios en Argentina durante los 70, interrumpida por los hechos posteriores. Lo que también da cuenta de que esos sectores medios, desde donde debería generarse una burguesía nacional, fueron cultural e ideológicamente cooptados, a lo largo de la historia, por el poder tradicional identificado con las naciones centrales.
Es posible atribuir a estos sectores medios, alguno de los cuales se ha convertido en kirchnerista, cierto rechazo a la participación del movimiento obrero organizado como soporte estratégico del gobierno.
Estratégico significa que no se puede prescindir de él.
Moyano aparece como impresentable pero De Mendiguren no, o hay burocracias sindicales corruptas (peronistas) y dirigentes honestos (no peronistas).
Y aunque es cierto que debe avanzarse en el tema de la democracia sindical en todos los gremios, no menos cierto es que la representatividad de esos eventuales dirigentes honestos no-peronistas es por lo menos dudosa, y en todo caso, si es tan “colonizada” como la de los sectores medios que colocan la honestidad como un valor político inmanente, el mismo argumento que se usó para derrocar al peronismo y arrasar con las conquistas sociales, estamos en graves problemas.
Un ejemplo de esto –entre muchos, como el del subte o el de Kraft Foods- puede apreciarse en el conflicto del hospital Gutiérrez de la ciudad de Buenos Aires, donde las consignas maximalistas de los dirigentes honestos no-peronistas es funcional al macrismo gobernante y a la corporación médica.
Lo importante (el tema será desarrollado en próximo post) es que Cristina aporta sensatez a esta alienación de los distintos actores. Recordemos, por ejemplo, cuando rechaza ser imparcial: ¿qué significa eso? 
Y quien crea que me he ido del tema (la burguesía nacional) advertirá que su existencia, incluso en esta época donde las corporaciones privadas compiten con los Estados, está íntimamente ligada al mercado interno.
Es allí donde aparece el movimiento obrero organizado. 

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